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Una tragedia indígena

Una tragedia indígena

Niño en la corriente sucia de la reserva

Um artigo de Epoca
Bandidaje, homicidio, suicidio, desnutrición, alcoholismo, racismo, tráfico de drogas, deforestación y falta de tierras... La esperanza de vida de los mayores grupos indígenas en Brasil es de 45 años, sólo comparable a Afganistán...

En los márgenes de la BR-463, entre Dourados y Ponta Porã, al sur de Mato Grosso do Sul, la indiecita Sandriele, de 2 años, pasa el día entero acostada en un colchón viejo y podrido bajo la lona de una tienda escaldada. El campamento se llama Apikay. Con una docena de tiendas parecidas, está una estrecha franja que separa la cerca de un cañaveral del arcén de la autopista. La familia entera de Sandriele vive allí desde hace ocho años, mantenida con las canastas básicas que da el gobierno. La lideresa religiosa del grupo, la india Damiana, reivindica el bosque que se sitúa exactamente al otro lado de la autopista, a pocos pasos del campamento. Ella, hijos, nietos y añadidos pasan los 365 días del año totalmente desocupados, apenas miran hacia el lugar que consideran sagrado. Y escuchan el ruido irritante de los coches, guaguas y camiones que pasan a más de 100 kilómetro por hora. “Mis padres y mis abuelos están enterrados allí”, repite, rodeada de niños, mirando al otro lado de la carretera. En las tres visitas que Época hizo al campamento, siempre durante el día, indios adultos de la familia de Damiana y Sandriele parecían alcoholizados. En septiembre de 2009, a las tiendas les prendió fuego gente extraña al grupo y un indio fue tiroteado. El fiscal Marco Antonio Delfino, del Ministerio Público Federal (MPF), considera el ataque como “tentativa de genocidio”.

Amenazas, tiros, broncas y asesinatos son apenas algunas de las manifestaciones del estado precario en que viven los indios de la etnia guaraní-caiová. Esparcidos por Dourados y poco más de 20 municipios de alrededor, se trata de la mayor población indígena del país, entre las 220 etnias conocidas. Son 45.000 personas instaladas en la periferia de las ciudades de tamaño medio, en algunos fundos de granjas productoras de soja o caña, en tiendas de lona improvisadas al borde de las carreteras y en zonas demarcadas como islas que, sumadas, somadas, totalizan 42.000 hectáreas. Si todos los guaraní-caiovás estuvieran concentrados en un mismo lugar, esa ciudad indígena tendría una población mayor que el 89% de los municipios brasileños. Los indicadores sociales y de violencia de esta población, reunidos por el Conselho Indigenista Missionário (Cimi), vinculado a la Iglesia Católica, son los siguientes:

· Con la segunda población indígena del país, Mato Grosso do Sul es el Estado líder en asesinatos de indios. Supera la suma de todos los demás juntos. En los últimos ocho años, se produjeron 250 homicidios de indígenas en el Estado, frente a 202 en el resto de Brasil. Casi todas las víctimas eran guaraní-caiovás;

· Entre los guaraní-caiovás hay un absurdo índice de suicidios. Entre 2003 y 2010, el 83% de los suicidios de indígenas los cometieron individuos de ese grupo (176 casos, frente a 30 en el resto de Brasil). En la historia reciente de la etnia también se registran suicidios de niños, algo rarísimo en cualquier lugar;

· El hambre todavía persigue a los guaraní-caiovás. En 2005, se produjo un brote de muerte de niños por desnutrición. Ahora la escasez viene enmascarada por la distribución de las canastas básicas del gobierno. La Funai estima que el 80% de los guaraní-caiovás dependen de ellas para sobreviver. La mortalidad infantil es de 38 muertes por cada 1.000 nacimientos, frente a una media de 25 en el resto de Brasil;

· Si sumamos todo, la esperanza de vida de un guaraní-caiová es de 45 años, frente a 73 de los brasileños en general. Se trata de un patrón igual al de Afganistán país que, en el último informe de las Naciones Unidas, apareció en la octava peor posición en una lista de 195. A pesar de vivir una situación de guerra, un iraquí nacido hoy debería vivir 14 años más que un guaraní-caiová. Un bebé haitiano vivirá 16 años más.

Además del Cimi, del MPF y de los antropólogos, la tragedia de esta población ya fue denunciada por diversos organismos internacionales, como la ONU y Amnistía Internacional. No se trata de un problema desconocido por las autoridades brasileñas. Poco después de dejar el Ministerio de Medio Ambiente, la senadora Marina Silva (PV-AC) envió una carta al entonces presidente Lula alertando sobre la “crisis humanitaria más grave” en la región. Igualmente enfática fue la fiscal general adjunta de la República, Deborah Duprat. Ella ya calificó la situación como “la mayor tragedia conocida en la cuestión indígena en todo el mundo”.

La causa esencial de la violencia en la región es producto de un conjunto de errores históricos cometidos por el Estado brasileño. Entre 1915 y 1928, ignorando el modo de vida de los guaraní-caiovás, el Servicio de Protección de los Indios (SPI), luego sustituído por la Funai, delimitó ocho pequeñas reservas al sur del Estado. Decía que esos espacios serían suficientes para albergar indios de diferentes etnias y grupos familiares que vivían esparcidos por la región. Las ocho zonas suman 18.000 hectáreas. “Mezclaron a grupos diferentes, alejaron a otros de sus lugares sagrados, los tekohás (lugar para nacer y morir en la cultura guaraní). Esto generó y continúa generando muchos conflictos entre los propios indios”, dice la antropóloga Lucia Helena Rangel, profesora de la Universidad Pontificia Católica de São Paulo.

Dentro de las ocho áreas, el SPI impuso reglas de conducta militar, creó milicias indígenas, apoyó el ingreso de misiones evangélicas y favoreció a los indios de la etnia terena, en detrimento de los guaraní-caiovás, en la distribución de lotes y en la jerarquía de las instituciones.

Mientras procuraba asimilar a los indios, el gobierno decidió colonizar la región, incentivando la migración de campesinos de otros Estados mediante una gran distribución de títulos de propiedad. Esa política comenzó después de la Guerra del Paraguay, a finales del siglo XIX, y ganó fuerza durante el primer gobierno de Getúlio Vargas (1930-1945), cuando se distribuyeron ampliamente lotes de 30 hectáreas. Gran parte de esa reforma agraria se hizo en terrenos tradicionalmente ocupados por los indios.

Y ahí es donde reside la gran particularidad del litigio indígena en el Mato Grosso do Sul. Al contrario de lo que ocurre en el norte del país, donde muchas tierras fueron ocupadas, los hacendados (fazendeiros) de la región de Dourados tienen títulos legítimos de propiedad. Ese hecho, piedra angular de la defensa de los productores rurales, no lo cuestionan ni los más aguerridos militantes de la causa indígena. “Los proprietarios aquí tienen títulos, algunos centenarios”, dice Eduardo Riedel, presidente de la Federação da Agricultura e Pecuária do Mato Grosso do Sul (Famasul).

Al principio, con una baja densidad de población, bosques extensos y propiedades rurales todavía pequeñas, los conflictos entre indios y hacendados eran puntuales. No todos los guaraní-caiovás fueron desplazados a las ocho reservas. Muchos permanecieron en el bosque, convivían y recibían pequeños favores de los hacendados. “Entre las décadas de 1950 y 1980, en la implantación de las haciendas, varios guaraní-caiovás trabajaron en despejar el bosque de la región que habitaban”, escribió el antropólogo Tonico Benites, caso raro de guaraní-caiová con formación superior, hoy hace el doctorado en la Universidad Federal de Río de Janeiro.

En las últimas dos décadas todo cambió. Con la desforestación generalizada, el agigantamiento de las propiedades y la mecanización, los indios que todavía estaban en el bosque fueron exprimidos en los fundos de las haciendas o forzados a mudarse hacia una de las ocho reservas, que a esas alturas ya estaban superpobladas. Una investigación que citan los antropólogos da una idea de la brutal transformación que se produjo en la región en las últimas décadas. En los años 1970, en la ciudad de Ponta Porã, en la frontera con Paraguay, había cerca de 450 madereras operando. Hoy en día, hay dos. La actividad prácticamente dejó de existir, porque ya no hay más bosque que cortar. Quien recorre las autopistas de la región ve kilómetros y kilómetros planos de soja, caña y pasto, solo interrumpidos por mechones de bosque, una reserva legal del 20% que toda hacienda debe tener.

A partir de ahí, la situación de los guaraní-caiovás comenzó a deteriorarse de forma acelerada. Varias familias que temían ir a las reservas, o no querían alejarse mucho de sus áreas tradicionales, pasaron a montar campamentos al borde de la autopista: es el caso de la familia Damiana. Son los lugares donde la miseria se vuelve más evidente.

Otras decidieron retornar al área tradicional. “Quien no soporta quedarse en los arcenes de la autopista o confinado en una reserva superpoblada intenta reocupar su tekohá”, dice el científico político Egon Heck, del Cimi. Tratados como invasores por los hacendados, esos indios intentan ir hacia lo que quedó de bosque en la hacienda. Es el caso del grupo Laranjeira Nhanderu, que hasta hace poco tiempo estaba acampado en un canal de la BR-163. Después de que murieran dos niños por desnutrición, dos por atropellamiento y dos por suicidio, el grupo, compuesto por 100 indios, atravesó cerca de 1 kilómetro de soja hasta alcanzar el bosque donde se intentan organizar. Hace algunos días, terminaron la estructura de su casa de oración. El próximo paso es hacer una cubierta de paja. El caso está en la justicia.

Desde la década de 1980, el gobierno delimitó, de forma fragmentada, otras 24.000 hectáreas para los guaraní-caiovás, sumando las actuales 42.000 hectáreas de la etnia. Es poco cuando se compara ese total con el área reservada para otros pueblos, incluso dentro de Mato Grosso do Sul. En la región centro-oeste del Estado, cerca de 3.000 indios caduveos están en una reserva de 538.000 hectáreas. Mientras cada guaraní-caiová posee, de media, 0,9 hectáreas, cada caduveo dispone de 179 hectáreas. La propia historia de los caduveo prueba que el problema actual de los guaraní-caiovás tiene su origen en errores del pasado. Conocidos como indios caballeros, los caduveos garantizaron los límites de su tierra en un acto firmado por D. Pedro II en agradecimiento del apoyo que dieron a las tropas brasileñas en la Guerra del Paraguay. Hoy viven mejor que los guaraní-caiovás.

La mayor concentración de guaraní-caiovás está en la reserva de Dourados, la más problemática de las ocho demarcaciones iniciales. A diez minutos del centro de la ciudad, el lugar se convirtió en una especie de favela indígena, con una historia abundante de degradación social. Son 3.500 hectáreas para 14.000  indios, de 40 grupos familiares de las etnias guaraní-caiová y terena. Se estima que entre el 10% y el 15% de las familias tienen problemas con el alcohol u otras drogas. El lugar es sede de las denuncias de violación e incluso venta de niños. Antiguamente, la vigilancia policial la realizó una milicia indígena tutelada por la Funai, cuya actuación se vio empañada por acusaciones de abusos. “Cuando las milicias dejaron de existir, en 1988, quedó un limbo jurídico que dejó la zona totalmente desprotegida”, dice el fiscal Delfino. “La policía del Estado decía que no podría entrar en el área federal. La Policía Federal (PF) decía que su función no era hacer patrullas”. Este vacío, combinado con la relativa proximidad con Paraguay, volvió la reserva atractiva para el narcotráfico. Solo en este año el MPF consiguió firmar un convenio con la PF y la Fuerza Nacional para realizar patrullas diarias.

Los residentes de mayor antigüedad se quejan de que la cultura indígena ha ido perdiendo terreno. Un estudio de la investigadora Graciela Chamoro identificó 38 lugares de culto evangélico en el área. El más fuerte, dicen los residentes, es la pentecostal Dios es Amor. Hay otra reclamación contra la presencia de una cantera cerca de un kilómetro de uno de los extremos de la reserva. La curandera india Floriza Silva dice que su compañero perdió parte de la audición por culpa de las explosiones. La casa de oración de la familia se vino abajo, incidente que todos atribuyen a las sacudidas del suelo. Hoy solo quedan los pilares. Una investigación del MPF mostró que la licencia de la cantera es legal.

Al borde de la carretera MS-156, que corta la reserva de Dourados por el medio, es posible encontrar niños jugando en un río sucio que, además de las aguas residuales, puede recibir pesticidas de las plantaciones de soja. “No sé si eso hace daño”, dice la tía de uno de ellos mientras observa. Una de las mayores muestras de la desconexión entre las demandas del lugar y las iniciativas del poder público fue la construcción de un centro olímpico indígena, con un coste de casi 2 millones de reales. La instalación, con una placa del gobernador André Puccinelli (PMDB), tiene pista cubierta, vestuarios, campo de fútbol, pista de carreras pavimentada y esculturas coloridas con enormes flechas pegadas al suelo, representación que guarda poca relación con la cultura guaraní-caiová. Entregada hace menos de un año, la villa olímpica permanece abandonada. Los indios dicen que nunca fueron consultados sobre su construcción. “Creo que era mejor aplicar ese dinero en salud, educación o en la agricultura, ¿no?”, dice el indio Estevam Martins, que tiene una casa al lado. Mientras se terminaba la villa, el MPF demandaba judicialmente a la prefectura de Dourados por no haber aplicado 1,8 millones de reales enviados por la Unión para programas de salud en la reserva.

Hasta hoy nadie sabe cartografiar los límites de las áreas ocupadas originalmente por los guaraní-caiovás. La Constitución de 1988 dice que todas las áreas indígenas del país deberían ser identificadas, delimitadas y demarcadas por el gobierno en cinco años. Como en el caso de los guaraní-caiovás apenas se hizo una parte residual de todo este trabajo, el MPF acusó al gobierno del retraso. El resultado, en 2008, fue la creación de seis grupos de trabajo compuestos básicamente por antropólogos. Estos grupos deberían escudriñar 26 municipios para identificar y delimitar el territorio indígena, además de hacer una investigación agraria para encontrar a los propietarios de las áreas.

Los informes de los grupos de trabajo, que deberían haber sido entregados en abril de 2010, no se habían completado hasta hoy. Diversos productores, temiendo perder sus tierras, acudieron a los tribunales para bloquear los trabajos. De acuerdo con Famasul, en los 26 municipios están el 30% de los establecimientos agropecuarios del Estado que, juntos, producen el 25% del Producto Interior Bruto del Mato Grosso do Sul. En las ciudades, el clima fue de histeria. Se difundió el rumor de que las 26 ciudades serían expropiadas íntegramente. Incluso una asociación de panaderos se manifestó en contra. Hacendados del extremo norte del Estado, a centenares de kilómetros del área en disputa, comenzaron a armarse para expulsar a los guaraní-caiovás de sus tierras. Con el alboroto y el aumento de la violencia, los antropólogos interrumpieron los estudios alegando falta de seguridad. Una investigadora dijo que apuntaron con un rifle en su cabeza durante una visita de reconocimiento.

“Con el pánico de la población, el racismo contra los indios se volvió explícito”, dice el juez Antônio Braga Júnior, auxiliar de la presidencia del Consejo Nacional de Justicia, órgano que creó una comisión para intentar destrabar los 126 procesos judiciales entre indígenas y hacendados en la región. “Son vistos como parias de la sociedad, no reciben una protección efectiva y son discriminados en su búsqueda de empleos, puestos de trabajo en hospitales y otros servicios”. La geógrafa Juliana Mota, que enseña en una escuela indígena desde que concluyó su maestría, da un ejemplo de cómo se manifiesta el prejuicio. “Sabemos que hay restaurantes que compran mandioca de los indios porque es más barata, pero no lo divulgan por miedo a perder clientes”, dice.“Algunos hablan al indio para que no entregue el producto en el restaurante, pues no quieren que los indios sean vistos por allí. Piden que las entregas se hagan en casa”. En las ciudades, muchos se refieren a los guaraní-caiovás como “bugrada” o “indios paraguayos”.

En una visita a Dourados, el exministro de Agricultura Wagner Rossi (PMDB) llamó a los guaraní-caiovás “indios nómadas” y afirmó que la demarcación de tierra indígena en la región “pone en riesgo el derecho de propiedad y se enfrenta con la Constitución”. Completó el razonamiento con la conclusión siguiente: “Nunca vi negocio que invade la propiedad ajena para producir 1 kilo de habas”.

Hace 15 días, el cacique Nizio Gomes, curandero del campamento Guaiviry, en el municipio de Aral Moreira, desapareció. Según los testimonios, fue asesinado por pistoleros y llevado en una camioneta. El crimen tuvo repercusión internacional y llevó a una comitiva del gobierno federal a la región. Hace una semana, las autoridades pudieron comprobar in situ el tenso clima que domina la zona. Acompañado de un grupo de indios, el secretario de Articulación Social de la Secretaría General de la Presidencia de la República, Paulo Maldos, retornaba de una visita a otro campamento cuando fue sorprendido por dos camionetas. El ocupante de una de ellas comenzó a pedir identificaciones y a sacar fotos de los integrantes de la comitiva, algunos de ellos bajo régimen especial de protección de la Secretaría de Derechos Humanos. Otro filmaba el movimiento. Se aproximaron más camionetas. Visiblemente nervioso, Maldos comenzó a discutir con los hombres. Sin interrumpir la grabación, respondieron con ironías. No parecían intimidados ni cuando se aproximaron agentes de la Fuerza Nacional, que garantiza la seguridad de la comitiva. Una parte del vídeo, grabado por uno de los ocupantes de las camionetas, está en epoca.com.br. Fue enviado a la redacción tres días después del incidente por Riedel, presidente de Famasul.

Muchos temen el deterioro de la situación en el instante que se divulguen las áreas que deben delimitarse. La previsión es que los primeros informes salgan este mes. Más optimistas, otras autoridades implicadas en este asunto piensan que podrán enfriarse los ánimos, pues según las estimaciones iniciales, el área total identificada (cerca de 600.000 hectáreas) es mucho menor de lo que estiman las especulaciones alarmistas.

La apuesta para resolver el litigio es que se encuentre una vía legal para indemnizar a los hacendados por las áreas delimitadas. Sería la única manera de contemplar a los dueños de títulos auténticos de la tierra. El problema es la ley. La Constitución solo permite la indemnización en programas de reforma agraria o demarcación quilombola. Para las tierras indígenas, se presume la posesión ancestral de los indios y de la Unión. En el Congreso, un Proyecto de Enmienda Constitucional intenta abrir una vía a las indemnizaciones. La semana pasada, la Asamblea Legislativa aprobó un acuerdo entre indios y hacendados. “Algunos propietarios aceptarían irse cuando reciban por la tierra”, afirma Riedel. “Otros, tal vez no. Tienen el derecho de no vender. Pero es tanta la conmoción que nadie tiene interés en mantener el conflicto”.

© RICARDO MENDONÇA, DE DOURADOS (MS), E MARIANA SANCHES / ÉPOCA

Date : 12/12/2011

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